Relato corto - Lucas Ramírez -

Publicado en por accioncultural.over-blog.es

 

selenitas

 

Nos dejó helados la noticia de la muerte de un chaval. Un muchacho muerto en algún lugar del mundo, que importaba saber en que parte. Lo sentíamos como si al que se hubieran cargado esos pedazo de cabrones fuese uno de nuestros mejores colegas. Nos citaron para esa reunión y accedimos gustosos ir.

Todo parecía lo habitual en este tipo de ritos de la subversión. Sillas en círculo dispuestas en dos filas, algún perro jugueteando inquieto de aquí para allá sorteando las piernas de los asistentes, gente hablando y saludándose en corrillos y muchas bocas exhalando humo de cigarrillos en grandes bocanadas y algo que me sorprendió sobremanera. En frente de mí tu coleta, siempre recogida, con la forma de los pelos de una brocha de afeitar, que caía por tu nuca como lo hacen suspendidas las ramas de los sauces en su afán por tocar el suelo. Con una minifalda vaquera y leggins debajo que ninguna lucía mejor, y desgraciada e irreversiblemente portando encima de tu ceja derecha de Ingrid Rubio en haz lo que quieras conmigo, atravesándotela de este a oeste, la cicatriz merecedora de toda gloria, como muesca en la espada de un guerrero.

El acto empezó con el habitual los que no tengan los móviles apagados apagarlos y quitarles la batería por favor, gracias, que más que una medida de seguridad ante posibles escuchas policiales se había convertido en algo tan repetido y repetitivo como el aviso que se escucha de la próxima estación en los vagones de metro. Un chaval irrumpió en el barullo agradeciendo a todos su presencia y narrando los hechos con todo lujo de detalles, desde la procedencia del joven, su edad y como sucedieron los actos aquel fatídico día. A continuación se inició un coloquio para estimar que era lo mejor para responder ante ese ataque del poder. Entre tanto, a parte de meditar que hacer al respecto cavilaba el instante preciso para robarle una mirada, sin ser cantoso, simplemente que pareciera algo fortuito, una recíproca correspondencia sinestésica. Seguro que hacía semanas que aquel bastardo no te había dedicado una sola caricia. Podía leerlo en tu rostro. Si pudiera, si consiguiese decirle que era capaz de beberme el agua de los wáteres por ella… Dictada orden de extrañamiento, tú allí, cabizbaja liándote picadura y yo aquí fumando pitis industriales a escasos 5 metros y ningún vuelo transoceánico a tus costas. De golpe regresé de mis ensoñaciones y retomé el hilo del tema observando de un barrido a los allí presentes. No se porque había peña que tomaba notas en hojas sueltas si la cosa estaba tan clara; bandera verde, el pájaro estaba en el nido, carta blanca, tú me das cremita yo te doy cremita, vía libre para contestar con todo nuestra rabia y nuestro odio juntos, vaya. Le tocó el turno a un chaval. Comentó que habían impreso cinco mil carteles y no-se-cuantas-mil pegatinas para iniciar la campaña cuanto antes mejor, y, si era posible, que cada colectivo hiciera una pequeña aportación económica para afrontar los gastos de impresión. Tras un silencio, entre él y otro acompañante depositaron los carteles en el centro de la sala haciendo alarde de su cuantía el sonido que emitieron los diferentes paquetes al aterrizar contra el suelo. Cada uno de los colectivos que estaba presente iba diciendo cuanto podían aportar añadiendo virtualmente su donación al total. Cuando la rueda llegó a nosotros respondimos que no íbamos a aportar nada, sin más. No obstante, la desaprobación fue aun mayor cuando nos negamos a llevarnos carteles y pegatas, no porque no quisiéramos o porque el modelo no nos convenciese, no era por nada eso, entre otras cosas porque moralmente no lo creíamos lícito y menos después de habernos tiroteado todo un ceñudo pelotón de fusilamiento con sus balaceras miradas. Aquí los jujañas queríamos pasar el umbral; el impulso y la motivación a la acción no podía con la inercia de juntase en un ente unitario como las pelusas de debajo de la cama. Nos debemos a nuestro trabajo pero con honestidad.

Trascurridas más de dos horas y varios disimulados cruces de miradas, tras turnos de palabra interminables de individuos con voz de robot estilando similar tono y acentuación, como jugadores de fútbol en rueda de presa, repitiendo los mismos argumentos hasta el colapso mental, la asamblea tocó su fin. Cogimos nuestras ojeras y nos fuimos cada uno a su barrio.

De camino a casa en el metro comenzamos a planear toda la movida al detalle para que no hubiese riesgo de que a la mínima nos pillasen.

-Vaya miradas nos han echado con lo de la pasta de los carteles.- Dijo Juan.

-Que les den. Si se ponen a llorar porque no les hemos dado ni un pavo que les jodan. Vamos, sólo falta que pasen el cepillo como en la iglesia la próxima baza.- Arremetió con dureza Joni.

-Suaviza fiera. En parte tienen razón. Las pegatas no crecen de los árboles y ese dinero igual lo han puesto de su bolsillo y que menos que recuperar la inversión, ¿no?– Comenté tirando unos cuantos cantos sobre el tejado de casa.

-¿Y qué coño quieren? ¿Qué lo pinte? Hay que ser más desinteresados en esta puta vida; si no querías perder pasta haber no hecho tantos carteles y pegatas, no te jode. O ¿acaso alguien nos va a dar un pavo a nosotros para hacer nuestras movidas? ¿Eh? Pues eso.

-Bueno Joni déjalo ya. La hemos cagado y punto.- Interrumpió Juan- Vamos a darle chicha al plan ¿va?

-Órale. 

A la noche siguiente quedamos pasada la medianoche. Llegó Joni en su furgoneta. Juan y yo le esperabamos en una placita repasando el plan. Subimos en la furgoneta para que diera comienzo la diversión. Íbamos en una furgo de dos plazas en la parte delantera y una amplia parte de atrás diáfana y sin ventanillas delimitada con la parte de adelante por una reja que imposibilitaba cualquier tipo de maniobra de una zona a otra desde el interior del vehículo. Joni y Juan iban adelante. Yo atrás en la perrera. Juan se había encargado de hacer las “compras” de prisa y a última hora, como casi siempre, no obstante, lo había preparado todo genial. Los quehaceres eran evidentes, Joni ejercería de chofer a calzón quitaó y Juan y yo, ataviados con ropa negra, gorra, capucha, braga y guantes bloquearíamos las ranuras donde se introducen las tarjetas de crédito de los cajeros automáticos con “superbarra” y tapando la pantalla con pegatinas de fabricación casera en las que se leía:

 

Compañero anarquista asesinado por el estado y el capital.

Si te molesta no poder sacar pasta que te jodan gilipollas.

Esto no es gamberrismo sino solidaridad.

Hasta que tod=s seamos libres.

Juan cogía un pellizco de masilla y la moldeaba como una barrita de Chaouen hasta una longitud similar a un dedo meñique, después la metía dentro de las ranuras ayudado por un flyer; yo colocaba la pegatina encima de la pantalla. Nos esfumábamos de la escena del delito como la ceniza de cigarro desaparece por el sumidero de un baño cuando se abre la llave del agua. Ágiles de calle en calle, barrio a barrio. Inutilizamos más de 20 sucursales, entre bancos y cajas de ahorros de todas clases, formas y colores. Esta primera parte del plan quizá no era del todo arriesgada; a parte de su sencillez de ejecución, habíamos empleado la misma metodología para atacar al enemigo en otras ocasiones. Lo chungo llegaba ahora. Normalmente, y cada vez con menos frecuencia, sólo se ataca a la policía al final de las manifestaciones, cuando se da por finalizada la convocatoria. Pero esta vez éramos nosotros los convocantes y la mani no había hecho más que comenzar. El sitio elegido para poner la trampa era en la entrada a una plaza céntrica, que, cuando hacía buena noche, se petaba de peña haciendo botellón y en verano se convertía en una playa de césped. Y a la que, por supuesto, los maderos les encantaba hacer ronda. La trampa, como la llamábamos cariñosamente, era una plataforma hecha con tablones de europalet atravesada por siete clavos de unos 15cm de largo y un diámetro de 2cm afilados expresamente para la ocasión. Hicimos un par de trampas para colocarlas dentro de una especie de desagüe alargado de forma rectangular protegido por una reja metálica a modo de barrotes que permitía que el agua del riego automático se colase además de proteger a los viandantes de tropezar con el hueco.

Antes de iniciar la ofensiva dimos unas de vueltas de reconocimiento a la plaza para cerciorarnos de que nadie nos delatase y se produjeran daños colaterales inesperados. Cuando estuvimos seguros Joni aparcó en la entrada de la plaza mientras que Juan y yo colocaríamos lastrampas. La colocamos y salimos cagando patas hacia una cabina telefónica para dar un falso aviso de una pelea con navajas y botellazos entre extranjeros de bandas rivales. Nos situamos en un lugar estratégico donde divisábamos toda la plaza sin ser vistos. Al cabo de pocos minutos aparecieron los dos primeros coches patrulla y zas, el primero se comió la trampa de lleno lo que provocó que frenase de golpe incrustándose el parachoques del segundo coche en el maletero de éste. Al instante llegaron más maderos en sus coches que observan perplejos lo acontecido en un lío de portazos, uniformes fosforito y azul oscuro y ruidos de walkies. Quizá no era tan espectacular como volar por los aires una comisaría, pero nuestra humilde aportación al caos era sin duda lo más arriesgado que habíamos perpetrado hasta la fecha y lo estábamos gozando de lo lindo regocijándonos desde nuestro escondite. Para celebrar nuestra insulsa victoria contra el Estado y el Capital fuimos a tomarnos unas copas. Entramos eufóricos en un bar y nos bebimos unas cuantas cervezas seguidas de unos cubatas comentando las mejores jugadas entre risas todavía nerviosas. Al rato, nos dispusimos a cambiar de bar. Volvimos a la calle donde estaba aparcada la furgo. Antes de llegar Joni se sacó del bolsillo las sobras de medio pollo. Le cedí el asiento de la parte de adelante a Juan porque yo no iba a ponerme. Sonó el contacto y nos pusimos en marcha. Mientras Joni nos llevaba a otro lado Juan se ponía dos tiros en la carpeta de los papeles del seguro. Al girar por una callejuela para atajar   –¡Juan los maderos!- dos coches de maderos. Juan sopló las dos rayas levantando una sospechosa neblina dentro de la furgo y tiró la carpeta al suelo en un intento de borrar las marcas de los tiros en la alfombrilla. Nos dieron el alto -Buenas noches.  Quite las llaves del contacto, bajen del coche, saquen lo que tengan en los bolsillo y deposítenlo en el capó del vehículo, por favor- Los tres bajamos acojonados al máximo imaginando que todo ese despligue era para encontrar a los responsables de las trampas y lo de los cajeros. Dejamos nuestras escasas pertenencias encima de la chapa del coche de Joni. Busqué la cartera por mis pantalones y al encontrarla y proceder a dejarla sen el capó saltó del bolsillo un chivato con yerba. Mierda. Juan y Joni fliparon totalmente horrorizados. Nos dio en la nariz que esa noche nos llevaban pa dentro.  -¿Esto es suyo?- dijo uno de los policías.-Si- Venga conmigo- Respondió mientras me separaba del grupo. Entre tanto Juan le daba el DNI a otro madero que comprobaba los datos por el walkie y Joni soplaba al alcoholímetro. En la distancia contemplé como se llevaban a Joni esposado. Había dado 0,61. El madero que me había retenido rellenaba un informe en una hoja rosa. Al rellenarla con todos mis datos y demás me dijo que si quería alegar algo. ¿Alegar? ¿A qué coño se refería con eso de alegar? Simplemente era que si quería escribir algo en el apartado de alegaciones de la notificación. Le arranqué el boli de las manos y comencé a escribir. Puse que lo incautado era una bolsita de plástico con un gramo o gramo y medio de marihuana para consumo personal. Pensé, menuda gilipollez estoy poniendo, menuda pérdida de tiempo. Terminé y le devolví la carpeta. Arrancó la hoja rosa y me entregó una copia calcada en una hoja amarilla. A todo esto, éramos conscientes de que no sospecharon nada de ser nosotros los autores de los clavos en las ruedas. Nos quedamos Juan y yo viendo como la grúa se llevaba al depósito la furgo de Joni y cuando la perdimos en la lejanía nos largamos. Cuando llevábamos unos metros andados oímos como uno de los maderos me llamaba por mi nombre. Me giré con desconcierto. Me preguntó que si tenía la copia de la denuncia y si se la podía entregar un momento. La saqué del bolsillo doblada y se la entregué. De pronto, la rompió en cuatro trozos y sacó el chivato con la yerba y lo vació delante nuestra. Juan y yo estupefactos veíamos como la ganja salía del plástico y aterrizaba en el suelo pulverizada por la bota del madero. Cuando acabó de pisotearla me comentó que era “porque me había portado bien”. Totalmente confusos y cabizbajos nos piramos de allí cuando de repente sonó el móvil de Juan. Era Joni. Dijo que le llevaron a la comisaría de la otra punta de la ciudad. Por suerte los maderos no le apagaron el móvil. Le comentó que en comisaría le habían hecho otro control de alcoholemia y que de coña el cacharro marcó 0.59, lo justo para no pasar la noche en el calabozo. Nosotros estábamos a medio camino de llegar así que propusimos esperarle en la Vía, bar que solía frecuentar Lore. Igual un nuevo golpe de fortuna sonreía mi suerte y me atrevía a entrarla contándole todo el compendio de aventuras que nos habían sucedido esta noche y de paso aprovechar para confesarle lo que me bullía por dentro. Una vez allí oteé los cuatro puntos cardinales del garito en busca de pruebas de su presencia, pero nada. A los pocos minutos llegó Joni, nos fundimos en un abrazo los tres y nos largamos andando para casa sin despegar la mirada del suelo. Era una de esas noches en las que el mundo unas veces giraba muy rápidamente y otras frenaba de golpe y daba la impresión que las luces rojas, blancas y naranjas que parpadeaban en caótica sincronía como miles de pequeños focos de incendio a lo largo de todo el horizonte no se volverían a apagar jamás, que la oscuridad había vencido al día en su inexorable batalla. Por fin llegué al portal de mi casa. Me miré en el espejo del ascensor y vi que me había salido un grano en la punta de la nariz. Por infeliz.

 

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